El Libro Prohibido
En una librería electrónica encontré una sección
esotérica que
llamó mi atención, pues no sólo tenían la primera edición del
Diccionario infernal del padre Collin de Plancyo el Malleus Maleficarum con
prólogo de Lord Byron, sino el apócrifo y terrible Necronomicón
del árabe loco Abdul Al-Hazred. Pensando que sería una antología de historias
góticas lo encargué más por romanticismo que por interés. A los tres días me lo
llevó a casa un hombre alto y borroso que parecía vendedor de biblias. Se
trataba de un volumen en octavo y encuadernado en una tela que recordaba a las arañas.
Lo encontré algo ajado, descolorido en las cubiertas y torturado por los
nervios, pero era la edición valenciana de 1610. Un sello de agua indicaba que
el ejemplar había pertenecido a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. «La
crisis» —pensé— y me dispuse a disfrutar de mi tesoro. El libro era una
maldición y una blasfemia, pues contenía todas las aberraciones posibles de
nuestro tiempo y el anterior. Leí las revelaciones de la Clavícula de Salomón, los
hechizos del Kitab-al-Uhud y las profecías del papiro de Leyden. Conocí la
genealogía atroz de los primigenios: Azathot, Cthulhu, Nyarlathotep y
Yog-Sothoth. Descubrí razas malditas que habitan en las profundidades marinas, que
supuran en las esquinas sucias de nuestras casas y que aguardan una señal de
guerra en el abismo de los espejos. Pero lo peor era el libro en sí: no tenía
fin, no tenía comienzo, la numeración era delirante y las páginas que pasaba no
volvían a aparecer. Después de varios días de insomnio encontré unos folios
garrapateados con letra menuda y temblorosa. Era un índice alfabético de las
miles de ilustraciones de aquel libro infinito, acaso abandonado por algún
lector enloquecido y aterrorizado. Hice una hoguera en el jardín y arrojé esa
monstruosidad a las llamas. Lleva meses ardiendo. Quizás sea la señal que
espera Yog-Sothoth.
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